"Plantabas un árbol, lo veías crecer, recogías el fruto y, cuando llegabas a viejo, te sentabas a su sombra. Después morías y todos se olvidaban por completo de ti, como si nunca hubieras existido… Aun así, el árbol seguía creciendo, y nadie reparaba en él. Siempre había estado ahí y siempre estaría ahí… Todo el mundo debería plantar un árbol, en algún momento, aunque sólo fuera para presentarse con humildad a los ojos del Señor."
Pero Pinnegar no siempre ha sido un anciano jubilado y a lo largo de la novela lo iremos conociendo a fondo desde su infancia y juventud, descubriendo cómo su vida se ha ido desarrollado siempre cerca de un jardín, creciendo y aprendiendo hasta convertirse en un hombre sencillo, sensato, trabajador y apasionado por su oficio, y por el que no podemos evitar sentir una enorme simpatía. En sus muchos años de trabajo al servicio de la señora Charteris, una patrona que comparte su devoción por el jardín y con la que establece una relación entre el amor platónico y la camaradería, ella ejercerá de mentora, siempre impulsádole a seguir aprendiendo y a progresar en su profesión, lo que redundará en beneficio del jardín que comparten.
A lo largo de los muchos años transcurridos, el mundo ha cambiado enormemente desde la época victoriana de su infancia y juventud pero en su jardín todo permanece estable, sólo sometido al continuo e inmutable ciclo de las estaciones que se repiten con regularidad un año tras otro. Pero el mundo exterior poco le interesa al bueno de Pinnegard; todo lo que él precisa para dar sentido a su vida se encuentra dentro de los muros de la propiedad, a las órdenes de la señora Charteris y de su predecesor, el jardinero jefe Addis. Porque, como bien dice él mismo en algún momento: "si te paras a pensarlo, el mundo empezó en un jardín" y él ha tenido la fortuna de contar con un Edén propio.
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