Era un libro precioso, encuadernado en tela amarilla, como hoy día ya no se hacen, de un tono amarillo huevo pálido y en mitad de la portada, grabado en azul marino, un corazón del que salía una flor. Debajo aparecía escrito Bibi, nada más. En el lomo figuraba el nombre de la autora:
Michaelis luego, de nuevo, el título: “Bibi” y en la parte baja “Juventud” y un número, el 11; entiendo que el volumen debía pertenecer a una colección de libros juveniles del que sólo sobrevivió éste que corresponde a la edición de 1960.
El libro llegó a mis manos en alguno de los envíos que, con cierta regularidad, mi madrina me hacía llegar según mis primas mayores iban creciendo y supongo que en aquellos años, finales de los setenta, principios de los ochenta, los cuentos iban siendo desplazados en las estanterías de aquellas cuatro jovencitas por discos de Pink Floid y cómics de Mafalda. Así que, de vez en cuando, aparecían por casa cajas con libros de lo más variado, pero yo sólo recuerdo éste, el de Bibi. Aún conserva en su primera página el nombre de una de mis primas escrito una preciosa caligrafía infantil.
La historia que cuenta el libro es de por sí fascinante: son las peripecias de una niña danesa, hija de un jefe de estación, que ha intercambiado su nombre (Ulla) con el de una compañera de clase, porque está segura de que Bibi le sienta mucho mejor. La niña se siente más atraída por subirse a los trenes y viajar por su cuenta colándose en los vagones de ganado que en asistir a la aburrida escuela de la que, total, ya la han expulsado en tantas ocasiones... eso sí: tiene prometido a su padre que no dejará de escribirle, esté donde esté, contándole todo lo que le sucede y esas cartas que envía, llenas de preciosos dibujos, que, por supuesto, ilustran el libro, son la base del relato, a través del cuál Bibi conoce a la misteriosa familia de su difunta madre, unas personas terribles “que le cortaron la mano a su hija por hacer un bodijo con un jefe de estación” según lo que ella tiene entendido.
Al igual que la protagonista que viaja a todo lo ancho y largo de Dinamarca, lo mismo en tren que en carromato de bueyes, creo que mi libro tiene ansias viajeras: por dos veces escapó de mis manos y en ambas ocasiones lo conseguí recuperar. La primera vez ocurrió cuando mi madre, estando yo estudiando en la universidad, consideró razonable hacer limpieza de mis viejos cuentos y novelas de Enyd Blyton y demás y cargó varias cajas con ellas para hacérselas llegar a las hijas de mis primas, aquellas de las que yo misma había heredado tantos libros a lo largo de mi infancia. Pues a aquellas alturas de la vida ellas tenían ahora niñas pequeñas y mi madre consideró lógico hacerles llegar mis cuentos infantiles, y allí se marchó Bibi, de vuelta a manos de la hija de aquella niña cuyo nombre figuraba en la primera página.
Pasaron algunos años antes de que yo echara en falta aquel libro en concreto, tenía por entonces muchas cosas que hacer: acabar mis estudios, descubrir nuevas lecturas... pero un día, por lo que sea, me acordé de Bibi. Tras tratar sin éxito de encontrar un nuevo ejemplar en alguna librería, recurrí a mi prima y logré que el libro volviera a mí; tuve suerte: seguramente a nadie le había impresionado tanto como para negarse a devolvérmelo.
Algunos años más tarde, y ya viviendo el libro en la estantería de mi propia casa, hablé de él con una amiga, también lectora voraz y amablemente me ofrecí a prestárselo (nunca me he negado a prestar libros, pero tengo una memoria fatal para ello, por lo que estoy segura de que no he recuperado ni la mitad de los que he prestado, sencillamente suelo olvidar a quién se los dejo) Pero con Bibí las cosas nunca son sencillas, sé que tiene ese afán viajero y, ¡cómo no!, ocurrió que esta amiga decidió redecorar su vida y volverse a vivir a su ciudad de origen y, claro está, metió en sus baúles mi libro de Bibi. Con toda la delicadeza que fui capaz de desplegar, en una ocasión en que surgió el tema hablando con el que había sido su marido, dejé caer el asunto de que me encantaría poder recuperar el libro, y aprovechando que estaban aún en esa etapa del “me devuelves esto y a cambio yo te doy aquello” logré, por segunda vez, que Bibi volviera a casa de regreso de un viaje, ¡esta vez después de haber cruzado incluso el mar!
Y desde entonces he tratado de cuidarlo con cariño, se lo he leído a mis hijos que se quedan fascinados con la historia de esa niña que viaja sola por el mundo, ellos que no han cruzado nunca la calle sin la compañía de un mayor. Nos encanta ver los dibujos tan detallados de las granjeras con sus trajes de fiesta que llevan hasta diez faldas distintas, una encima de otra, y se emocionan cuando Bibi visita el cementerio donde está su madre y ve a ese matrimonio vestido de negro sentado en su banco junto a su tumba porque ellos adivinan que son los abuelos de Bibi aunque ella ni lo imagina.
Para terminar, y por si alguien, tras leer esta crónica del libro viajero sintiera curiosidad por hacerse con un ejemplar, siento mucho desilusionarle: está absolutamente descatalogado, lo comprobé en aquella primera ocasión en que el libro escapó de mis manos y traté de sustituirlo por otro pero descubrí para mi desgracia que no se ha vuelto a editar, Juventud lo tiene como “no disponible” en el registro del
ISBN, por lo que no habría más posibilidad que investigar en libreros de viejo por si hubiera algún ejemplar revoloteando aún por ahí (o más bien cogiendo polvo en algún estante fuera del alcance de la mano) o si no pueden preguntarle a Ana María Matute que tal vez conserve el suyo, el que leía de pequeña, o tal vez no fuera ella sino la pequeña Adriana, protagonista de su última novela “Paraíso inhabitado” que tiene entre sus ídolos literarios a la pequeña danesa de trenzas rubias. ¡Lo que es la vida! Bibi fascinaba a las niñas españolas de los años 30 y estoy segura de que setenta años después podría seguir haciéndolo con los niños de hoy día, si alguien se decidiera a reeditarlo.