Me imagino que debe ser bastante complicado el momento en que un autor debe decidirse por un título para su novela, el remate final que va a ser el mascarón de proa de toda una obra, la primera carta de presentación con la que van a encontrarse los potenciales lectores. Por esto no sé si pensar que Santiago Lorenzo es un valiente o un loco cuando se presenta ante el público con "Los asquerosos" uno de los títulos menos atractivos con los que me he encontrado nunca. Pero como ya sabemos que no debemos juzgar un libro por su portada (aunque muchas veces sí por su título) debo confesar que esta táctica debe responder a un plan bien pensado que obliga a detenerse frente a esta novela y a tomarla entre las manos, aunque sólo sea por curiosidad de ver qué historia se esconde tras un cartel de presentación tan nefasto.
Y resulta que dicha historia está protagonizada por Manuel, un joven formal y bien formado, de triste vida social aunque muy rica vida interior que va tratando de salir adelante en medio de la interminable crisis que azota la economía nacional, frecuentando empleos mediocres, malviviendo una vez que ha decidido abandonar el domicilio familiar donde, por otra parte, tampoco se sentía muy apreciado y cruzándose en su camino con demasiada frecuencia con muchos asquerosos: gente cutre, mezquina, egoístas y necia que parecen superpoblar la sociedad madrileña en la que se mueve nuestro protagonista.
A todo esto, un encontronazo totalmente fortuito con la autoridad le obliga a tener que huir de Madrid y esconderse en una aldea abandonada en lo más profundo de la España rural deshabitada. Ayudado, en lo que a asuntos de logística y ocultación se refiere, por su tío, único familiar con el que mantiene una relación cordial y que es además el narrador de esta historia, tendrá que sobrevivir en aquel paraje sin agua corriente ni electricidad, sin contacto alguno con el exterior en una vieja casucha que ocupa y en la que irá aprendiendo, a la fuerza, a ir dejando de lado las comodidades pero también los hábitos y necesidades que le eran impuestas hasta entonces por la vida urbana; adaptando su cuerpo a un nuevo ritmo, logra alcanzar el mínimo vital, subsistir con casi nada. Se convierte así en una especie de salvaje a lo Thoreau aunque cambiando los bosques por la meseta, más bien cercano a un nuevo Robinson Crusoe por lo de salvaje que se deleita en sus paseos sin destino fijo, alimentándose de lo que el campo le provee, prescindiendo del jabón y el champú y de tantas otras cosas que descubre que en realidad ni necesitaba ni disfrutaba.
La novela se sustenta en un argumento de lo más original, con unos personajes (pocos, eso sí) de enorme fuerza y atractivo (con una malsana atracción ante lo que debería causarnos rechazo) y un relato lleno de ácidas observaciones sobre nuestra sociedad actual, con una crítica amarga vestida de comedia que nos lleva a la reflexión sobre un montón de temas diversos, todo ello envuelto en un lenguaje rico y creativo plagado de imágenes y metáforas ingeniosas y que muestran una gran capacidad creadora por parte de un autor que hasta ahora era un completo desconocido para mí pero que, estoy segura, volverá próximamente a ocupar mis ratos de lectura, ya que me ha convencido con esta pequeña joya, divertida y amarga, realista e imaginativa a un tiempo y que ha supuesto la gran sorpresa lectora de este verano.
Y resulta que dicha historia está protagonizada por Manuel, un joven formal y bien formado, de triste vida social aunque muy rica vida interior que va tratando de salir adelante en medio de la interminable crisis que azota la economía nacional, frecuentando empleos mediocres, malviviendo una vez que ha decidido abandonar el domicilio familiar donde, por otra parte, tampoco se sentía muy apreciado y cruzándose en su camino con demasiada frecuencia con muchos asquerosos: gente cutre, mezquina, egoístas y necia que parecen superpoblar la sociedad madrileña en la que se mueve nuestro protagonista.
A todo esto, un encontronazo totalmente fortuito con la autoridad le obliga a tener que huir de Madrid y esconderse en una aldea abandonada en lo más profundo de la España rural deshabitada. Ayudado, en lo que a asuntos de logística y ocultación se refiere, por su tío, único familiar con el que mantiene una relación cordial y que es además el narrador de esta historia, tendrá que sobrevivir en aquel paraje sin agua corriente ni electricidad, sin contacto alguno con el exterior en una vieja casucha que ocupa y en la que irá aprendiendo, a la fuerza, a ir dejando de lado las comodidades pero también los hábitos y necesidades que le eran impuestas hasta entonces por la vida urbana; adaptando su cuerpo a un nuevo ritmo, logra alcanzar el mínimo vital, subsistir con casi nada. Se convierte así en una especie de salvaje a lo Thoreau aunque cambiando los bosques por la meseta, más bien cercano a un nuevo Robinson Crusoe por lo de salvaje que se deleita en sus paseos sin destino fijo, alimentándose de lo que el campo le provee, prescindiendo del jabón y el champú y de tantas otras cosas que descubre que en realidad ni necesitaba ni disfrutaba.
La novela se sustenta en un argumento de lo más original, con unos personajes (pocos, eso sí) de enorme fuerza y atractivo (con una malsana atracción ante lo que debería causarnos rechazo) y un relato lleno de ácidas observaciones sobre nuestra sociedad actual, con una crítica amarga vestida de comedia que nos lleva a la reflexión sobre un montón de temas diversos, todo ello envuelto en un lenguaje rico y creativo plagado de imágenes y metáforas ingeniosas y que muestran una gran capacidad creadora por parte de un autor que hasta ahora era un completo desconocido para mí pero que, estoy segura, volverá próximamente a ocupar mis ratos de lectura, ya que me ha convencido con esta pequeña joya, divertida y amarga, realista e imaginativa a un tiempo y que ha supuesto la gran sorpresa lectora de este verano.