Siempre que puedo, me acerco a Nueva York, no físicamente, claro está, ¿qué más quisiera yo? pero sí a través de mis lecturas. Es esa una ciudad que me fascina y sobre la que no me canso nunca de leer. Así que mi última aproximación a la Gran Manzana ha sido a través de este curioso libro, "Un año en el otro mundo", del periodista Julio Camba que fue enviado en 1916 como corresponsal a Nueva York por el periódico ABC. El libro recopila los artículos en forma de crónica personalísima que Camba fue escribiendo sobre sus experiencias en la ciudad, más centradas en lo extraordinario, en lo peculiar, en aquello que más sorprendía al europeo aterrizado en aquel lejano lugar, tan alejado de España en el espacio como en su nivel de progreso, en las costumbres o las ideas modernísimas y sus logros técnicos insuperables en aquellos primeros años del siglo XX.
El país que se nos retrata en estas crónicas es un mundo donde todo es nuevo, enorme, sin alma. La técnica y la mecánica lo dominan todo, no hay arte ni cultura equivalentes, a ojos del observador, a las europeas. En Nueva York, y por extensión en toda Norteamérica, todo es agitación, movimiento, ruido, ausencia de reflexión, de profundidad, un país de trenes elevados, ascensores y música de fox-trot. El americano cuenta con un alma infantil para la que sólo importa la cantidad, ser el más grande, el más rico, el más veloz, el primero, el más audaz, superar todos los récords posibles, "el materialismo de una civilización de cantidad, en la que la calidad no cuenta para nada". Ni que decir tiene que las opiniones vertidas por el autor son totalmente parciales, originadas desde el punto de vista europeo que, si bien afirma que no posible comparar Norteamérica con ningún otro país porque aquello es algo totalmente nuevo, no puede evitar compararla constantemente, bajo el peso de su carga histórica y cultural, con Europa. Y en la comparación América no sale bien parada; nada es igual que en España, ni los edificios, ni las mujeres, ni la prensa ni las boticas ni las peluquerías. Donde mire sólo encuentra grandiosidad pero falta de espíritu. Le asombran cosas como que los hombres se compren trajes confeccionados en serie en lugar de acudir a un sastre a que se lo cosan a medida. Muchas veces, casi siempre, las críticas son injustificadas cuando no exageradas, como cuando pinta un país donde conviven cowboys disparando tiros con millonarios excéntricos y en ocasiones hasta ridículos.
En cualquier caso, el libro resulta de lo más curioso por la posibilidad de contemplar la ciudad desde los ojos de un español de 1916 para el cual todo va demasiado rápido, con demasiada energía, demasiada inocencia, donde la abundancia y el optimismo sin límites abruman al triste español, al ciudadano europeo de hondas raíces tradicionales y conservadoras. Una mirada diferente a una ciudad que, todavía hoy, nos sorprende constantemente a los que la seguimos admirando.
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