"Ser viejo era un trabajo duro. Era como ser bebé, pero a la inversa. Un niño pequeño aprende algo nuevo cada día; un anciano olvida algo cada día. Los nombres desaparecen, las fechas ya no significan nada, las secuencias se tornan confusas y las caras borrosas. La primera infancia y la vejez son épocas agotadoras."
En el hotel Claremont la señora Palfrey coincidirá con un pequeño grupo de residentes permanentes como ella que conforman una comunidad no siempre bien avenida; todos ellos son ancianos en el ocaso de sus vidas que se terminan convirtiendo en lo más parecido a una familia.
Nuestra protagonista ansía recibir la visita de su único nieto que también reside en Londres pero las semanas transcurren sin que el joven responda a sus invitaciones y sin aparecer por el hotel. Tampoco cuenta con más familiares o amigos que puedan hacerle compañía y la soledad comienza a pesarle gravemente. Un pequeño accidente en la calle le hace conocer a Ludo, un joven aspirante a escritor más pobre que las ratas que acepta acudir a cenar con la señora Palfrey en su hotel y hacerse pasar por su nieto para acallar así los comentarios malintencionados de algunos de los huéspedes permanentes. Se inicia así una relación peculiar que alegrará los últimos días de la anciana.
A través de la señora Palfrey que llega al final de su vida con la mente lúcida y con su dignidad y su saber estar intactos, se habla de asuntos como la vejez, sus efectos en la salud, la perdida de autonomía y las dificultades que acarrea para todo aquello que cuando uno era joven parecía normal, desde dar un paseo hasta decidir dónde y cómo vivir. Vengo a darme cuenta ahora, a raíz de esta lectura, de que últimamente se me han acumulado, sin haberlo planeado, una serie de libros cuyas temáticas y personajes rondan en torno a la vejez, no sólo por su edad sino por los asuntos que abordan. Casualidades de la vida, seguramente; ¿o será tal vez una señal del universo para que me vaya preparando para lo que nos espera a la vuelta de unos años? Quién lo puede saber.
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