En el pequeño pueblo la guerra ha provocado el cierre de la escuela pero los hermanos estudian por su cuenta: en su gran cuaderno practican la escritura, hacen dictados de la Biblia y se corrigen mutuamente las tareas; también aprenden con facilidad el idioma del ejercito enemigo lo que les reporta gran beneficio. Su inteligencia extraordinaria y todos los nuevos aprendizajes, sin embargo, no los hace mejores personas, no los vuelven más humanos, más bien al contrario: cada vez son más brutales, más crueles, como animales salvajes que sólo persiguen su propia subsistencia guiados por su instinto.
Con el falso aspecto de un cuento infantil donde dos pobres niños deben superar grandes penalidades, la historia adolece de un gran defecto: los protagonista son dos seres amorales, ni malos ni buenos, simplemente desconocen la diferencia entre el bien y el mal, son dos cachorros carentes de conciencia que sólo tratan sobrevivir. Capaces de lo mejor y de lo peor, de ofrecer su ayuda a quien la necesita y también de acabar con la vida de quien así lo merezca. Es cierto que los episodios por los que deben pasar son terribles, son numerosos los episodios en donde el sexo se vive como algo cercano al instinto animal más básico, los niños crecen aceptando la violencia y el dolor como elementos esenciales de la vida de los que deben huir empleando cualquier medio y donde sólo se respetan a ellos mismos.
Por ahora no me planteo continuar con las dos entregas siguientes de la trilogía ya que me ha quedado un muy amargo recuerdo de esta historia tan cruel y de estos dos pobres niños carentes de sentimientos y de empatía. Dos pequeños salvajes, pero no tan buenos, en absoluto, como lo imaginó Rousseau.
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