Reflexiones, recuerdos, pensamientos revueltos, de todo hay en esta "Ordesa" del escritor y poeta aragonés Manuel Vilas, ideas y evocaciones que se van desperdigando a lo largo de un relato sin ninguna intención de mantener orden cronológico ni hilo argumental alguno: "Mi madre era una narradora caótica. Yo también lo soy. De mi madre heredé el caos narrativo. No lo heredé de ninguna tradición literaria, ni clásica ni vanguardista."
Desde los recuerdos de sus padres y la vida familiar y cotidiana hasta sus días como profesor de formación profesional, la relación con sus propios hijos, los pisos donde ha vivido, sus experiencias como escritor... en ese maremágnum de temas que se entrecruzan va el autor yuxtaponiendo ideas, a veces incoherentes o aparentemente contradictorias pero esta es su manera de contar su vida, de situar su historia personal en el contexto de la historia del país, no por justificarse ni siquiera por explicarse, sino simplemente por ubicarse en el mundo, por presentar los hechos que habían sucedido o estaban sucediendo al mismo tiempo que él transitaba por los años de su infancia y juventud: "Era 1983 y en España morían guardias civiles todos los días. Un país en el que siempre estaba muriendo gente. Pero tener tu propio piso era un motivo de alegría, y ahora estoy desempolvando todos los motivos de alegría que pudo haber en mi vida."
El libro se encuentra absolutamente centrado en la relación con sus padres, algo que llega a resultar obsesivo, la intensidad con la que la existencia de una persona adulta continúa marcada fundamentalmente por la figura de sus progenitores, mucho más, sin duda, que por su exesposa que apenas si aparece mencionada o por posibles amigos o incluso los hijos o el hermano a quien escasamente se menciona. Y estas relaciones paterno-filiales que lo centran todo no presentan, sin embargo, apenas rasgos de ternura o muestras de cariño, hay poco contacto físico, poca comunicación. Y así y todo los padres son su guía, su faro, el modelo de relación fría que reproduce ahora el autor con sus propios hijos con los que apenas se habla, ni se llaman por teléfono, ni se besan, ni se cuentan sus cosas... Es un modo extraño de quererse, en cualquier caso.
"Mi padre nunca me dijo que me quería, mi madre tampoco. Y veo hermosura en eso. Siempre la vi, en tanto en cuanto me tuve que inventar que mis padres me querían. Tal vez no me quisieron y este libro sea la ficción de un hombre dolido. Más que dolido, asustado. Que no te quieran no duele, más bien asusta o aterroriza."
Así nos iremos moviendo por los escenarios fundamentales de su vida, en especial, por aquellos que compartió con su padre que le transmitió el gusto por salir al campo, por subir a Ordesa y al Monte Perdido, lugares tan significativos para él como otros elementos, aparentemente banales como son el armario ropero en el que se ocultaba la madre cuando estallaba una tormenta, o los coches familiares que con tanto mimo cuidaba el padre o los elegantes trajes de viajante que siempre vistió y que le daban un aire de elegancia que no era habitual en aquella ciudad triste suya de los años sesenta; pequeños detalles todos que en manos del autor se engrandecen, se convierten en símbolos fundamentales de lo vivido, piezas esenciales de su biografía.
Me queda la sensación triste, en cualquier caso, de haberme adentrado en una narración oscura y agria, presidida por la falta de confianza en el hombre en general y en los españoles en particular. Se regodea Vilas en la soledad, en la desilusión vital, en la miseria humana y material del hombre de clase media baja, la desconexión entre las personas, incluso o sobre todo entre los miembros de su familia, lo que extiende de manera general a todas las demás familias. El descreimiento y la desesperanza tiñen todo el relato que podría llegar a rozar en ocasiones el nihilismo, la falta absoluta de fe en el ser humano y te deja definitivamente un mal sabor de boca, al margen de la indudable calidad literaria de las formas con las que se cuentan las cosas. A una frase llena de poesía le sigue una imagen sórdida y desalentadora, a un momento brillante le acompaña un pensamiento desesperanzado. Y casi me ha pesado más la visión pesimista del relato que la innegable maestría estilística que demuestra el escritor a la hora de contar las cosas.
"Ningún hijo se parece a nadie, ni a su padre ni a su madre, ni a sus tíos ni a sus abuelos, a nadie; nunca entendimos esto. Un hijo es un ser nuevo. Y está solo. Solemos decir que se parece a su padre, o a su tía, o a una abuela para evitar lo inevitable: que ese niño acabará siendo un hombre solitario o una mujer igualmente solitaria. Que acabará muriendo solo."
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